SOY LA DAGA Y SOY LA HERIDA, novela de Laura Restrepo [primeras páginas]

Soy Dagger, Misericordia Dagger.

Abismo me adjudicó un oficio: empuña el hacha, me dijo, tú serás el verdugo.

Abismo se presentó ante mí como una mujer flaca, desnuda de la cintura para abajo, que bailaba frente a una pira de basura ardiente. Una mujer joven pero demacrada. Su vello púbico, ralo y rubión, desafiaba el aire frío, y su sexo se abría con indiferencia. Supe que ella era dios y conocí su nombre: Abismo.

Sus piernas, dos angarrios nervudos, se erguían sobre altos zapatos de tacón y plataforma. Mecía el cuerpo al son de una música silenciosa: se trataba de un dios danzante.

Creo en un dios que baile, dijo Nietzsche. Yo en cambio creo en un dios que sangre. No comulgo con el Let it be de los Beatles, sino con el Let it bleed de los Rolling.

—Te harás verdugo y trabajarás para mí —me ordenó Abismo usando palabras: supe que era un dios parlante.

Los tonos graves de su voz semejaban bramidos de ciervo o acordes de cello.

Abismo ama la oscuridad y la bruma, porque es en sí mismo brumoso y oscuro.

Me amenazó con castigos si llegase a desobedecerle; era un dios amenazante.

Acepté sus términos y pactamos una alianza. Comprendí su edicto y me hice justiciero, ejecutando a quienes él condenaba a la pena capital. Capital, de caput/capitis: cabeza. Me convertí en cortacabezas al servicio de Abismo, Supremo Bailarín y Ser Eterno.

Han pasado los sucesos y los años y hasta el momento todo ha sido ascenso y pulcritud en mi devenir como verdugo. Satisfacción y beneplácito por parte de mi amo, el Altísimo; por parte mía, obediencia a ultranza y orgullo del deber cumplido.

Hasta aquí.

Sin reservas ni altibajos, he sido el mejor y más incondicional de los servidores de Abismo.

Hasta ahora.

Y de repente, caigo. Tropiezo y caigo en un bucle del que no logro salir. Las cosas empiezan a enredarse de manera inesperada.

Ha sucedido de buenas a primeras, durante un encuentro casual en una esquina, controvertido suceso, punto de quiebre que marca mi trayectoria con un antes y un después. ¿Un antes y un después? Quizás sea más preciso decir: un antes y un nunca más.

Borges dice que todo encuentro casual es una cita.

Toda cita es un encuentro con la muerte, reformulo yo.

Digamos que hoy es la mañana que marca mi descalabro.

Digamos que hace frío. Me encuentro parado en el cruce de calles y veo a una adolescente hermosa que detiene su auto ante el semáforo en rojo. Quedo prendado de ella y a partir de este momento soy yo, el cortacabezas, quien pierde la cabeza.

El escenario de mi caída es entonces una esquina, un semáforo en rojo, una cierta muchacha… apenas un encuentro casual.

Casual, pero predestinado. Comprendo al instante que esta cita borgiana podría costarme la vida, ¿y quién dijo que no vale la pena arriesgarla?

Si el semáforo hubiera estado en verde, el auto habría seguido derecho, la muchacha que lo conduce se habría perdido calle arriba y ciudad adentro, y unas horas después yo la habría olvidado para volver serenamente a mis tareas y retomar el hilo de mi vida y de mis muertes.

Supongamos. El mundo seguiría igual si la luz del semáforo hubiera sido verde. Pero no. La luz es roja, la muchacha detiene su coche, yo la miro y mi rutina queda perturbada de aquí en adelante.

No me hallo, siento que me envuelve un aura enervante.

Musito un avemaría en extremo desconcierto.

El nombre de la muchacha tiene tres letras.

El nombre de la muchacha es Dix.

Pocas palabras, sentido del humor, corazón de piedra y golpe certero: esos han sido los elementos de mi método. Ante todo, serenidad; que el sudor de la frente no me nuble la vista. Mano seca: que no resbale el mango del hacha. Voy de vegano radical, subcategoría solo verdura y fruta. Movimientos pausados, vocación discreta y vestimenta austera: ahí está mi marca. He sido un mar en calma. Dignidad siniestra de matarife profesional, sin drama ni remordimiento.

He preferido no tener memoria, o lo que es igual, mantengo la memoria abismada. Mejor así. Lo que se olvida no ha sucedido. No existe lo olvidado.

Mis recuerdos represados estallarán un día como misil nuclear. Mi autobiografía inaugurará un género literario radical que se llamará brutal noir. El relato será potencia. Será rabiosa la parodia.

Llevo en la espalda un tatuaje: el Acéfalo. No es un dios ni es un hombre. Tampoco es un monstruo. Huyó de su propia cabeza como un condenado de la prisión. Nunca lo he visto —lo llevo detrás—, pero sé que va armado, es un guerrero místico. Lleva en la mano una granada en llamas, o un Sagrado Corazón. Quién sabe. Quizás sea oficiante azteca o monje templario. Más no puedo decir, tampoco sé más. Destino secreto es Acéfalo. No me quito la camisa, nadie debe verlo.

El oficio de verdugo implica dos requisitos, elegancia y sangre fría; sin elegancia, yo sería un carnicero; sin sangre fría, sería una hermanita de la caridad.

Virtud y terror: binomio ganador en este oficio.

Cuando el encargo viene complicado, Abismo sabe a quién necesita: ese trabajo va para Misericordia, dice. O también: que lo haga Dagger.

Ese soy yo: Misericordia Dagger. Así me presento; ese es mi mote de guerra. Mi verdadero nombre no lo revelo jamás, nadie lo conoce, ni siquiera mi propia madre, que no se ocupó de amarme o alimentarme, y menos de acercarme a una pila bautismal. De no ser por mi abuela Adela, ciega de la calle Broca, yo hubiera sido un infante ignorado, innominado y posiblemente muerto antes de llegar a adolescente. Mi abuela Adela veía sin ojos, como santa Lucía.

—¿Y tus ojos, abuela? —preguntaba el niño que fui, receloso ante el par de bolas de gelatina blanca que tenía en las cuencas.

—Para mirarte mejor —rugía ella, jugando a asustarme.

—Ojos de huevo duro —me burlaba yo.

Pero era buena, mi abuela, y su recuerdo todavía arrulla las largas noches de mi insomnio. ¡Descansa en paz, Adela, ciega de la calle Broca! A ella le debo todo lo que soy y lo poco que tengo. Mansa señora, ojos de huevo poché, mirada de gelatina turbia.

—Dímelo tú, abuela, ciega visionaria —le preguntaría si estuviera viva—, dime qué mefistofélico embrujo hay en el brillo dorado de una adolescente que perturba las espartanas rutinas de un hombre adulto y adusto como yo.

Yo, Misericordia Dagger, verdugo bajo las órdenes del Todo Misterioso.

La muchacha se llama Dix. Su intacta y perfecta belleza me genera ansiedad, como al viejo aquel que en Venecia aceza como un perro cuando contempla a Tadzio, el niño divino y rubio. He visto varias veces la película, me gusta el cine.

La fascinación ante una joven dorada en la esquina de un semáforo es una utopía sin ton ni son, un despropósito. Afán sin arte ni parte. Empeño sin oficio ni beneficio. Inclemente obsesión, que martilla como una matraca metida en las entrañas.

A partir de la noche en que juré obediencia ante el Altísimo, llevaba yo una hoja de vida sin tacha; un currículum de lujo; cero desobediencia; fidelidad a ultranza; ningún incumplimiento. Mi despiadado menester de verdugo se afianzaba en la frialdad de unas ejecuciones impecables.

Nunca pierdo la cabeza, simplemente me la quito, como el Acéfalo.

Abismo elegía la víctima y yo procedía según el código de la obediencia debida; banalidad del mal, dirían algunos. Pero el campeón de la banalidad no era yo, sino el propio Abismo: Él disponía la ejecución y se lavaba las manos. ¿Se lavaba las manos? Los dioses no tienen manos. Yo, en cambio, percibía en las mías las pulsaciones arteriales del cuello que presentía mi hachazo.

Me ungía con sangre ajena y asumía la culpa. Yo no era la banalidad del mal. Yo era la maldad del mal.

Aunque podría objetarse que yo era solo el instrumento: Misericordia Dagger, alias el Hacha. ¿Se puede juzgar al hacha? La verdadera potencia brota de ella: doscientos cincuenta kilos de fuerza en la descarga sobre cada nuca señalada.

Llegaría el día de la ira; yo lo sabía y me preparaba para ese advenimiento. Cuando llegue, me haré rico patentando un perfume agresivo y arrobador que llamaré Dies Irae. Según mis fútiles divagaciones, publicitaría el perfume en una propaganda televisiva con el guapo Mads Mikkelsen, en esmoquin y foulard rojo, diciendo sensualmente: Para los tiempos que corren, Dies Irae.

Pero no. No se harán realidad mis sueños inocentes. No existirá tal perfume; en el día final, Mads Mikkelsen no llevará un foulard rojo.

No habrá calma para mí. Hago parte —todavía— de una gran institución jurídico-teológica: el Orden Abisal, o aparato punitivo de Abismo. Es una estructura jerárquica, o burocracia criminal, que asciende en escala según grados de rango y prestancia.

En el nivel inferior, por debajo de todos, está la víctima. El condenado. Moriturus: el que ha de morir, ser indefenso e ínfimo, según el criterio establecido.

Valga decirlo desde el inicio, para luego olvidar el dato hasta que llegue el momento de revelarlo: en este caso específico, la víctima señalada por el índice de Abismo es la señora condesa Elizabeth Leonilde, abuela materna de la muchacha llamada Dix.

He de matar a la abuela de Dix.

Es la orden que he recibido.

La señora condesa, abuela de Dix, será quien lleve al cuello el rojo foulard. El de su propia sangre tras el degüello.

Visto con otros ojos, las víctimas no son última e ínfima instancia en el Orden Abisal. Más bien al contrario, son instancia primerísima y suprema, dado que encarnan al mítico Acéfalo, cuerpo sin cabeza y cabeza sin cuerpo; ser sacrificado y, aun así, intocable; chivo expiatorio que paga por los rencores que anidan en el alma impenetrable del Altísimo.

Admiro sobre todas las víctimas a aquellas que saben morir calladas; ni un grito, ni una palabra implorando clemencia: nada que empañe su entereza y dignidad.

Castigada y rechazada, toda víctima es, sin embargo, la única que posee trascendencia y significado. Es vilipendiada, pero también temida. Reverenciada en su sacra vulnerabilidad.

Toda víctima es mancha —mácula—, y es a la vez inmaculada. Es el pecado y la gracia. Ella, el pánico y la paz. Solo ella prevalecerá.

Dicen que me apego a mis víctimas, y no les falta razón. Inversión del síndrome de Estocolmo. Me embeleso con ellas, y si las mato, lo hago con respeto. Aun así, no dejo de matarlas.

Un escalón por encima de la víctima en el Orden Abisal figuran los pistolocos. Si el condenado es un don nadie —ladronzuelo, miserable estafador, matón a sueldo, tahúr, ganga o mentiroso—, Abismo ordena liquidarlo como a un perro. Basta con un balazo en la nuca —pequeño asesinato sin encanto—, y para eso están ellos, los sicarios del montón, despectivamente llamados pistolocos.

Luego vienen los verdugos semipesados, como yo. Somos el brazo ejecutor. A quienes cometen delitos como venganza, difamación, calumnia, crimen pasional, adulterio o incesto, nosotros, los semipesados, les aplicamos el doble paso, irónicamente llamado pasodoble: ajusticiamiento por hacha y remate con arma blanca.

Junto conmigo, hay en activo otros cincuenta o sesenta semipesados. Pero ninguno me iguala. Para encargos delicados y discretos, Abismo necesita un virtuoso de bajo perfil y ahí me tiene a mí, Misericordia Dagger, degollador de rango mediano y segunda categoría, pero poseedor de arte y donaire, prosopopeya y lenguaje elaborado. Y con potencial para ascender: aparentemente es por eso que me ha escogido a mí para el sacrificio de la abuela de Dix.

Por encima de nosotros están los voceros, o intermediarios. Llevan túnica al estilo romano, en lino blanco con rebordes morados. Con ese atuendo se ven grotescos, pero se sienten superiores. No ejecutan, solo transmiten órdenes. O ejecutan sanciones. Lo hacen con despliegue de pedantería, cuando en realidad no son más que empleados de oficina y correveidiles acuciosos. Si se ensucian las manos no será de sangre, sino de tinta. Viles burócratas. En últimas, pobres diablos.

De ahí para arriba viene lo vistoso y fulgurante, el elenco de estrellas mediáticas del Orden Abisal: los verdugos magníficos. Su representante más prestigioso de todos los tiempos ha sido Jean-Gaston Quinet. Sus sucesores en el oficio replican sus maneras afectadas y su vestimenta de buen burgués, con redingote, gorguera de volantes, pantalón de satén negro, chaleco a rayas y capa manchega con mucho vuelo y forro en felpa. Pese a su aspecto honorable, a los verdugos magníficos les gusta lucir sobre la ropa fina chorretones de sangre, que son sus medallas al mérito.

El inmortal Quinet, quien además fuera médico y violinista, ostentó un récord histórico de tres mil cabezas cercenadas por propia mano en una sola racha de terror. Se ocupaba de los llamados pecadores nefastos, a quienes imponía degüello por guillotina, en ceremonial de plaza pública con gritos difamatorios contra el reo, campanas a rebato y congregación de pueblo escarmentado.

Eran las épocas oscuras de la Madre Guillotina, llamada también Tina, la Viuda o el Juguete Rabioso. En el patíbulo, en torno a ella, se acomodaban sus adoratrices, las tejedoras de calceta. Aullando, riendo y aplaudiendo, presenciaban el más sangriento de los circos.

Misa roja en el altar de la patria.

Esta fachosa puesta en escena ya no se estila, ahora las ejecuciones se llevan a cabo con discreción y por debajo de cuerda; estamos en la era de lo políticamente correcto.

No fue intachable toda la trayectoria del gran Quinet. Se dejó ver el cobre tras un largo período pacífico en que la matanza amainó, los verdugos ganaron poco dinero y Quinet dilapidó la fortuna que había amasado durante las temporadas sangrientas. Al entrar en quiebra, no tuvo mejor idea que empeñar la guillotina, misma que hoy sigue arrumada en el último rincón del monte de piedad, allá donde Quinet la dejó abandonada. Hasta ahora no ha habido quien se interese en pagar por desempeñarla.

En la cumbre del Orden Abisal, por encima del mítico Quinet y sus verdugos magníficos, un solo ser se entroniza y campea: su nombre es Abismo.

Abismo, el Solitario, el Eterno, el Perpetuo Bailarín. El Gran Castigador. Su vengativa autoridad desciende sobre la Tierra.

Volviendo a mi humilde pero digna persona, debo decir que he patentado mi propio grito de guerra:

Tómalo fuerte, tómalo negro como la muerte.

En realidad no es grito, sino susurro sedoso que deslizo al oído de cada condenado, para anunciarle que viene el golpe letal. A veces cambio las palabras: muerte por suerte. Tómalo negro como tu suerte. Cualquiera de las dos variantes suena brutal y luctuosa, lo sé, e incluso sesgadamente erótica.

Copié este eslogan del nuevo menú del Boicot Café de mi vecindario, la comuna de Coyotes Bajo. Tómalo negro como la noche, así anuncia el menú, simplemente y sin metáfora, refiriéndose al café que sirven en el establecimiento. Me he apropiado de ese eslogan y le he buscado un sentido trascendental. Tómalo negro como la noche, mascullo al oído de la víctima, y le asesto el hachazo.

Recuento de la aparición de Dix.

Aquel día empezó de manera normal, y sin embargo me encaminaba hacia el hecho excepcional: el encuentro con ella en una esquina.

No deja de extrañarme la cotidianidad de las circunstancias. Salí temprano de casa a tomar un café y antes de dar veinte pasos, mi vida ya no era la misma.

Si hubiera dado esos mismos pasos pero en dirección contraria, así fuera por la misma calle, el desenlace habría sido otro. La suela de los zapatos marcó mi destino.

Rebobinando: Camino a pie por los rumbos de Coyotes Bajo con un objetivo tan baladí como comprar el diario o tomar un cortado en el Boicot Café. El olor a castañas asadas mitiga el frío de la mañana. Me detengo en la esquina, esperando que los autos paren para poder cruzar.

Entonces sucede.

Un viejo Mercedes-Benz frena ante el semáforo en rojo. Lo conduce una adolescente hermosa. Se diría bendecida por el sol: dorados los ojos, la piel, el cabello. Detiene su coche justo a mi lado. Yo parado en la acera, ella sentada en su auto, y entre los dos, medio metro de distancia o poco más.

Por la ventanilla abierta asoma su bien contorneado brazo izquierdo; me bastaría con estirar la mano para tocarlo. Son las ocho y cuarto de la mañana, puedo ver la hora en el reloj que ella lleva en la muñeca.

La muchacha me deslumbra. Solo necesito verla para sellar mi condena.

No tanto por su belleza y su juventud, tampoco por su complexión atlética. Es otra cosa, más exclusiva, más enrarecida, la que me compromete; ella es pura luz, aunque luz vacilante. Ella es pura vida, pero vida indecisa. Capto en esta muchacha una suntuosa mezcla de resplandor y tiniebla.

¿Qué ven sus ojos durante el instante en que los posa en mí, el desconocido que se dispone a atravesar la calle? Ven un individuo de edad incierta, delgado en exceso, pálido y nocturnal: nada que llame su atención, apenas mi figura solitaria y mi aire de cantante de tango o funcionario de medio pelo, en traje oscuro y camisa blanca, corbata angosta y doliente, zapatos recién lustrados, pelo estirado hacia atrás y rematado en coleta. En la espalda llevo al Acéfalo, pero aunque quisiera, ella no podría verlo. Ni ella ni nadie, es mi marca secreta. ¿Qué significa? No sé, quien me hizo el tatuaje no me explicó.

—Es un guerrero y no tiene cabeza —fue lo único que me dijo—, no debes mostrárselo a nadie, y tampoco debes verlo tú mismo.

La muchacha dorada me mira sin verme.

Hay quien asegura que los verdugos emitimos una vibra tan intensa que silencia el ladrido de los perros, causa desbandada de pájaros y aleja a los mendigos. Sea verdad o no, ella no lo percibe; mis emanaciones la dejan impávida.

Solía gustarme ir al cine, pero dejé de hacerlo porque la gente a mi alrededor se levantaba para buscar una silla alejada. Dicen que la violencia despide un olor hormonal, y yo exudo violencia. Pero me ducho a diario con agua hirviente, y además lo mío no es violencia irracional, sino sistematizada, burocráticamente regulada, de connotación olfativa entre almizcle y desinfectante.

Mi sudoración huele a curtiembre trapeada con detergente.

En todo caso, la chica del Mercedes no reparó en mi olor. Vio en mí a un ser inodoro y anodino. Tampoco notó el verdor malsano o leve pátina de moho en mi ropa y mi piel. No se mosqueó ante el mal fario que irradio; no receló del heraldo negro que hay en mí.

Yo, en cambio, la identifiqué enseguida; la había visto por televisión. Es figura popular y mediática, aclamada campeona de natación. O sea: ella es ella. Se llama Dix y la apodan la Sirena Nacional.

No se me escapan las resonancias de su apodo: la Sirena.

La Sirena y su canto envolvente.

Quien no lleve cera en los oídos, que sucumba a su encanto. Que caiga en sus fauces como mosca en telaraña.

Pero hubo más, mucho más. Dado que toda coincidencia está escrita en los anales de la fatalidad, esa muchacha resultó ser la nieta de mi próxima víctima.

Así como suena y según ya he dicho: mi próxima víctima, por orden de Abismo, sería la condesa llamada Elizabeth Leonilde, abuela de la muchacha que, por obra del azar, detuvo su coche junto a mi persona, cuando la casualidad se volvió causalidad. De ahí que por esos días yo anduviera cumpliendo con el encargo de estudiar el entorno de la condesa y los integrantes de su familia, entre ellos, la nieta Dix.

¿Cuál había sido el crimen de su abuela? A lo mejor la condesa merecía especial condena por depravada, como aquella otra condesa de siglos atrás, la infame húngara, también llamada Elizabeth y apodada la Sangrienta por haber asesinado gozosa e impunemente a seiscientas cincuenta muchachas campesinas por el mero placer de llenar la tina con su sangre y bañarse en ella.

A lo mejor. Aunque quién sabe.

* * *

SOY LA DAGA Y SOY LA HERIDA de Laura Restrepo
Cortesía Alfaguara

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